sábado, 18 de febrero de 2012

Las transformaciones de la América Latina contemporánea


Las transformaciones de la América Latina contemporánea
 (década de 1880-década de 1990) [*]
Thomas Skidmore y Peter Smith
América Latina ha pasado por una serie de cambios económicos, sociales y políticos de largo alcance desde finales de¡ siglo XIX. Las economías nacionales se han integrado en el sistema global centrado en Europa y Estados Unidos, han cambiado los agrupamientos y las relaciones sociales, las ciudades han florecido, y la política ha sido testigo de reformas y trastornos, y a veces de estancamiento. Estas variaciones han llevado a una gran diversidad de experiencias nacionales, por lo que tras este capítulo presentarnos, ocho casos prácticos: Argentina, Chile, Brasil, Perú, México Cuba, el Caribe y Centroamérica. Como veremos estos países ilustran la complejidad de la historia contemporánea latinoamericana. 

No obstante, como ha habido importantes semejanzas y diferencias, el propósito de este capitulo es ofrecer un esbozo de los modelos y procesos del cambio. No refleja la historia de un solo país, sino que presenta un cuadro compuesto que puede proporcionar una base para entender el contexto en el que se desarrolló cada uno de ellos. También nos permitirá compararlos y obtener generalizaciones acerca de las fuerzas históricas que se dieron en todo el continente. 
Si queremos comprender la América Latina contemporánea, debe situársela en el contexto de la expansión económica global, comenzando con la conquista del siglo XVI. Dentro de este sistema, ha ocupado una posición esencialmente subordinada o "dependiente" y ha seguido unos caminos económicos moldeados en gran medida por las potencias industriales europeas y estadounidense. Estos desarrollos económicos han originado transformaciones en el orden social y la estructura de clases, que, a su vez, han afectado de forma crucial los cambios políticos. Por ello, comenzamos con un conjunto de relaciones causales simplificadas: los cambios económicos producen cambios sociales que proporcionan e¡ contexto para el cambio político[1].

Fase 1. Inicio del crecimiento basado en la exportación-importación (1880-1900)

La Revolución Industrial europea fue lo que precipitó el cambio en las economías decimonónicas latinoamericanas. Como se mostró en el primer capítulo, América Latina había visto reducirse sus vínculos con la economía mundial tras lograr la independencia de Portugal y España. Sus terratenientes convirtieron sus posesiones en entidades autónomas y autosuficientes, en vez de producir bienes para los mercados internos o exteriores. La minería se había detenido, en parte como resultado de la destrucción ocasionada por las guerras independentistas. La manufactura era modesta y estaba en su mayor parte en manos de artesanos dueños de pequeños establecimientos. 
Sin embargo, a finales del siglo XIX la industrialización europea empezó a ocasionar una fuerte demanda de productos alimenticios y materias primas. Los trabajadores ingleses y europeos, que ahora vivían en las ciudades y trabajaban en fábricas, necesitaban comprar los alimentos que ya no cultivaban, y los dirigentes de la industria, ávidos por extender su producción y operaciones, buscaban materia prima, en particular minerales. Ambos incentivos llevaron a los gobiernos e inversores europeos a buscar fuera, en África, Asia y, por supuesto, América Latina. 
Como resultado, los principales países latinoamericanos pasaron por un sorprendente transformación a finales del siglo XIX, especialmente desde 1880. Argentina, con sus vastas y fértiles pampas, se convirtió en un importante productor de bienes agrícolas y ganaderos: lana, trigo y sobre todo carne. Chile resucitó la producción de cobre, industria que había caído en decadencia tras los años de la independencia. Brasil se hizo famoso por su producción de café. Cuba cultivó café, además de azúcar y tabaco. México empezó a exportar una serie de materias primas, desde el henequén (fibra utilizada para hacer cuerda) y el azúcar, hasta minerales industriales, en particular cobre y zinc. Centroamérica exportó café y plátanos, mientras que de Perú salieron azúcar y plata. 
El desarrollo de estas exportaciones fue acompañado de la importación de productos manufacturados, casi siempre de Europa. América Latina compraba textiles, maquinaria, bienes de lujo y otros artículos acabados en una cantidad relativamente grande, con lo que se dio un intercambio, aunque los precios de las exportaciones latinoamericanas eran mucho más inestables que los de las europeas. 
A medida que progresaba el desarrollo, la inversión de las naciones industriales, en especial Inglaterra, fluyó hacia América Latina. Entre 1870 y 1913, el valor de las inversiones británicas aumentó de 85 millones de libras esterlinas a 757 millones, una multiplicación casi por nueve en cuatro décadas. Hacia 1913, los inversores británicos poseían aproximadamente dos tercios del total de la inversión extranjera. Una de sus más firmes inversiones era la construcción de ferrocarriles, en especial en Argentina, México, Perú y Brasil. Los inversores británicos, franceses y estadounidenses también pusieron capital en empresas mineras, sobre todo en México, Chile y Perú, lo que significó que los latinoamericanos no hubieran de invertir allí, pero también que el control de los sectores clave de sus economías pasara a manos extranjeras. 
De este modo, a finales del siglo XIX, se había establecido una forma de crecimiento económico basado en la “exportación-importación” que estimuló el desarrollo de los sectores de materias primas de las economías latinoamericanas. El impulso y el capital provinieron en su mayoría del exterior. Con la adopción de esta alternativa, América Latina tomó un camino comercial de crecimiento económico “dependiente” de las decisiones y la prosperidad de otras partes del mundo. 
La rápida expansión de sus economías de exportación fue acompañada e incluso precedida por la victoria de una justificación intelectual para su integración en la economía mundial. Esta justificación fue el liberalismo, la fe en el progreso y la creencia en que llegaría a la economía sólo mediante el juego libre de las fuerzas comerciales y a la política mediante y un gobierno limitado que maximizara la libertad individual. El liberalismo latinoamericano, al igual que la mayoría de sus ideologías, fue algo importado. Sus fuentes principales fueron Francia e Inglaterra. Sin embargo, a diferencia de estos países, América Latina no había pasado por una industrialización significativa a mediados del siglo XIX. Por ello, carecía de la estructura social que había madurado el liberalismo en Europa, hecho que sin duda iba a hacer algo diferente al liberalismo latinoamericano. 
En la segunda mitad del siglo XVIII, la América española y Brasil pasaron por un experimento abortado de capitalismo estatal. Los trastornos causado por las guerras revolucionarias francesas habían quebrado el monopolio comercial español en América. La Habana había sido capturada por los ingleses y sus puertos, abiertos de par en par. El asombroso aumento del comercio impresionó a todos los observadores. La lógica era ineludible: puesto que el contrabando se había convertido en un alto porcentaje del comercio total en toda la América española y portuguesa, ¿por qué no legalizar el comercio libre y obtener impuestos del incremento en un comercio controlado por el gobierno? 
Los apologistas del liberalismo económico citaban sin cortapisas a los teóricos europeos que justificaban el comercio libre y la división internacional del trabajo como algo “natural” y, sin duda, óptimo. Toda desviación de sus dictados sería una locura: reducir el comercio y con ello los ingresos. Es importante considerar que la mayoría de los críticos que atacaban las instituciones políticas de los gobiernos monárquicos (que consideraban “no liberales”) no discrepaban de la ideología del liberalismo económico . En Brasil, por ejemplo, Tavares Bastos acusó al gobierno de extinguir la vida política local, pero ensalzó las virtudes del libre comercio y repitió fielmente las doctrinas europeas del laissez-faire . 
Se podría decir que durante la última parte del siglo XIX el liberalismo económico permaneció firme en América Latina. Los intentos por implantar aranceles proteccionistas fueron rechazados por los políticos, que sostenían no encontrarse en condiciones, ya fuera por sus recursos o por su capacidad de hacer tratos, de violar los principios del libre comercio. 
Los debates clave acerca de la política económica se restringían en gran medida a las elites, definidas aquí como ese pequeño estrato (menos del 5 por 100 de la población) con poder y riqueza para controlar las decisiones políticas y económicas de ámbito local, regional y nacional. 
El compromiso de éstas con el liberalismo se veía reforzado por su profunda preocupación acerca de la supuesta inferioridad racial de sus poblaciones nativas. De modo implícito aceptaban las teorías racistas al propugnar constantemente fuertes inmigraciones europeas como solución a su falta de mano de obra cualificada. Preferían inmigrantes del norte de Europa (aunque en realidad la gran mayoría vino de Portugal, España e Italia) con la esperanza de que los hábitos de la confianza en uno mismo y la capacidad emprendedora –sellos distintivos del ideal liberal– se reforzaran en su continente. 
Añadido a las dudas racistas, había un sentimiento generalizado de su propia inferioridad. Hasta la primera guerra mundial, las elites latinoamericanas se solían describir como poco más que imitadoras de la cultura europea. Muchas dudaban de que sus países pudieran siquiera lograr una civilización característica. En los países tropicales, las preocupaciones acerca del determinismo racial se reforzaban con dudas sobre su clima, del que los teóricos europeos decían constantemente que nunca sustentaría una civilización superior. Así pues, el determinismo medioambiental reforzaba el racial y su combinación parecía descalificar a las tierras tropicales como escenario en el que pudiera realizarse el sueño liberal. 
Dentro de América Latina, el rápido crecimiento de las economías de exportación llevó a transformaciones sociales sutiles pero importantes. La primera de todas y la más valiosa fue la modernización de la elite de clase alta. Debido a estos nuevos incentivos económicos, los latifundistas y propietarios dejaron de contentarse con realizar operaciones de subsistencia en sus haciendas; en su lugar, buscaron oportunidades y maximizaron los beneficios, lo cual condujo al surgimiento de un espíritu empresarial que marcó un cambio significativo en la apariencia y conducta de los grupos de elite. Los ganaderos de Argentina, los cultivadores de café de Brasil, los plantadores de azúcar de Cuba y México, todos buscaban eficiencia y éxito comercial. Ya no eran una elite semifeudal que vivía parcialmente encerrada, sino que se convirtieron en empresarios decididos. 
Surgieron nuevos grupos profesionales o de “servicios” para desempeñar funciones económicas adicionales. Particularmente importante fue el crecimiento y cambio habido en el sector comercial. Los comerciantes cumplieron una función esencial en esta transformación, al igual que en la etapa colonial, pero ahora muchos eran extranjeros y vincularon las economías latinoamericanas con los mercados ultramarinos, en particular con Europa. También se contempló una evolución entre los profesionales, abogados y demás representantes de los grupos extranjeros y nacionales en sus transacciones comerciales. Los abogados siempre habían sido importantes, pero durante la fase de exportación-importación asumieron nuevas funciones cruciales al ayudar a determinar el marco institucional de la nueva era. 
Estas transformaciones económicas y sociales también condujeron al cambio político. Al poner tanto en juego, las elites latinoamericanas –en especial los terratenientes– comenzaron a interesarse por la política nacional. Ya no se contentaban con permanecer en sus haciendas feudales y comenzaron a perseguir el poder político. La era del caudillo tradicional estaba llegando a su fin. 
Su búsqueda de autoridad política a finales del siglo XIX tomó dos formas básicas. En una versión, los terratenientes y otras elites económicas tomaron el control del gobierno de forma directa, como en Argentina y Chile. Querían construir regímenes fuertes y selectivos, por lo habitual con apoyo militar, y solían proclamar su legitimidad mediante la adhesión a unas constituciones que se parecían mucho a los modelos europeos y estadounidense. En Argentina y Chile hubo una tenue competencia entre partidos que tendían, al menos en esta fase inicial, a representar facciones rivales de la aristocracia. Pero había mucho acuerdo acerca de los temas políticos básicos y escasa oposición seria a la cordura de perseguir el crecimiento económico mediante la exportación. La rivalidad era restringida y la votación solía ser una farsa. Se podría pensar en tales regímenes como expresiones de la “democracia oligárquica”. 
Un segundo modelo conllevaba la imposición de dictadores fuertes, a menudo con cargos militares, para asegurar la ley y el orden; de nuevo, en beneficio último de las elites terratenientes, Porfirio Díaz en México, que tomó el poder en 1876, es el ejemplo más notable, pero el modelo también apareció en Venezuela, Perú y otros países. En contraste con la democracia oligárquica, donde las elites ejercían el poder político directo, aquí se trataba de la aplicación indirecta de su autoridad mediante dictadores que no solían provenir de los estratos más altos de la sociedad. 
En cualquier caso, lo importante era la estabilidad y el control social. Se suprimieron los grupos disidentes y se contuvo la lucha por el poder dentro de círculos restringidos. Sin duda, una de las metas básicas de estos regímenes era centralizar el poder, si era necesario quitándoselo a los caudillos regionales, y crear estados-nación poderosos y dominantes. No era fácil lograrlo debido a la fragmentación residual de la sociedad y a su misma estructura, pero se hicieron progresos en los países más grandes. En Argentina, por ejemplo, triunfó el centralismo con el establecimiento de la ciudad de Buenos Aires como distrito federal en 1880 (al igual que Washington DC está bajo jurisdicción directa del gobierno federal en Estados Unidos). En México, la política efectiva y a menudo despiadada de Porfirio Díaz llevó al aumento del poder nacional a expensas de las plazas fuertes locales y, en Brasil, el gobierno imperial de Dom Pedro II avanzó de forma significativa hacia el establecimiento de un estado-nación efectivo (pero también provocó un retroceso regional que contribuyó al derrocamiento del imperio en 1889). 
La intención de los centralistas era promover un mayor desarrollo económico mediante el crecimiento de las líneas de exportación-importación. La estabilidad política se consideraba algo esencial para atraer la inversión extranjera que, a su vez, estimularía el crecimiento económico. Y cuando llegaba la inversión, ayudaba a fortalecer las fuerzas de la ley y el orden. Los ferrocarriles son un ejemplo: los inversores extranjeros se resistían a colocar sus fondos en un país amenazado por el desorden político; pero una vez que se construían los ferrocarriles, como en el caso de México, se convertían en instrumentos importantes para consolidar la autoridad central, ya que podían usarse (y lo fueron) para despachar tropas federales a sofocar levantamientos en casi cualquier parte de la nación.

Fase 2. Expansión del crecimiento basado en la exportación-importación (1900-1930)

El éxito de esta política se hizo evidente a finales del siglo XIX y comienzos de XX, cuando las economías latinoamericanas orientadas a la exportación iniciaron períodos de prosperidad notable. Argentina se volvió tan rica por su economía basada en la carne y el trigo, que la figura del playboy argentino se convirtió en un distintivo de la sociedad de moda europea: un joven latino gastador que perseguía con gallardía la elegancia. En México, aparecieron y se extendieron las plantaciones que producían henequén en Yucatán y azúcar en las zonas centrales, en especial al sur de la capital; la minería era también rentable y la naciente industria petrolera comenzaba a convertirse en una actividad significativa. Seguían creciendo las exportaciones de cobre procedentes de Chile, que también cultivaba algunas frutas y trigo para los mercados internacionales. Las mejoras tecnológicas llevaron al aumento de la producción azucarera en el Caribe, especialmente en Cuba, cuando los propietarios estadounidenses aceleraron sus inversiones en trapiches de azúcar modernos. Brasil vivía de las exportaciones de café y caucho natural. La United Fruit Company extendió sus inmensas plantaciones de plátanos en Centroamérica. En todos estos países, la economía monetaria se había vuelto más sensible a las tendencias de la economía mundial, donde las exportaciones conseguían divisas para comprar a duras penas las importaciones necesarias. Todo impacto importante de la economía mundial producía efectos rápidos y espectaculares en los sectores mercantilizados. Aunque la industrialización seguía siendo incipiente, ya había fábricas en sectores como el textil, artículos de cuero, bebidas, procesamiento de alimentos y materiales de construcción. Los sectores de servicios más dinámicos era el transporte, la burocracia estatal, el comercio y las finanzas. 
La consolidación del modelo de crecimiento por importación-exportación impulsó dos cambios fundamentales en la estructura social. Uno fue la aparición y el aumento de los estratos sociales medios. Por la ocupación desempeñada, a ellos pertenecían profesionales, comerciantes, tenderos y empresarios pequeños que se beneficiaban de la economía de exportación-importación, pero que no se encontraban entre los estratos superiores en cuanto a propiedades o liderazgo. Los portavoces del sector medio solían hallarse en las ciudades, tenían una educación bastante buena y buscaban un lugar reconocido en su sociedad. 
El segundo cambio importante tuvo que ver con la clase trabajadora. Para sustentar la expansión de las economías de exportación, las elites trataron de importar fuerza de trabajo externa (como señaló una vez el argentino Juan Bautista Alberdi, “gobernar es poblar”). Como resultado, en la década de 1880, Argentina comenzó una política dinámica para alentar la inmigración desde Europa: la marea de llegadas durante las tres décadas siguientes fue tan grande que, incluso descontando los retornos, ha sido denominada por uno de los historiadores del país la “era aluvial”. Brasil también reclutó inmigrantes, principalmente para trabajar en los cafetales de São Paulo. Los recibidos por Perú y Chile fueron numerosos, pero muchos menos en términos absolutos y relativos que los de Argentina. Cuba siguió siendo un caso especial, ya que la importación de esclavos negros africanos había determinado hacía mucho la composición de sus clase trabajadora (esto es igual en ciertas partes de Brasil, en particular en el noroeste, donde las plantaciones de azúcar prosperaron con el trabajo esclavo). México presenta una excepción interesante a este modelo. Fue el único entre los países mayores que no buscó una inmigración externa considerable. Hay una razón obvia para ello: el país continuaba teniendo una gran población campesina india, por lo que resultaba innecesario importar fuerza laboral. 
La aparición de las clases trabajadoras incipientes llevó a la aparición de nuevas organizaciones, con importantes implicaciones para el futuro. Las trabajadores solían establecer sociedades de ayuda mutua y, en algunos países, emergieron los sindicatos. La naturaleza de la economía latinoamericana estableció el contexto del activismo obrero. En primer lugar, como las exportaciones eran cruciales, los trabajadores de la infraestructura que las hacían posible –en especial los ferrocarriles y muelles– tenían una posición vital. Toda parada laboral suponía una amenaza inmediata para la viabilidad económica del país y, de ese modo, para su capacidad de importar. En segundo lugar, el estado relativamente primitivo de la industrialización significó que la mayoría de los trabajadores estuvieran empleados en firmas muy pequeñas, habitualmente de menos de 25 empleados. Sólo unas cuantas industrias, como las textiles, se adecuaban a la imagen moderna de enormes fábricas con técnicas de producción masivas. Los sindicatos en cuestión se solían organizar por oficios y no por industrias. La excepción eran los trabajadores de los ferrocarriles, las minas y los muelles, que no por coincidencia se hallaban entre los militantes más activos. 
De 1914 a 1927 se contempló el surgimiento de la movilización obrera. Fue el punto más alto de la influencia anarquista, anarcosindicalista y sindicalista, cuando las capitales de toda nación importante de América Latina se vieron torpedeadas por huelgas generales. De repente, pareció que esta región se unía a las confrontaciones de clase que estremecían a Alemania y Rusia, así como a Estados Unidos y gran parte del resto de Europa. En estos momentos críticos –protestas masivas, huelgas generales, intensificación de lazos entre sindicalizados y no sindicalizados–, se puede ver con claridad la naturaleza de la clase trabajadora, su organización y el modo en que las elites dominantes deciden responder. 
Lo que necesitaremos comparar, a medida que se desarrollen los estudios por países, son las similitudes y las diferencias de los modelos de interacción entre patronos, trabajadores y políticos, junto con terratenientes, profesionales y militares. Aunque existen semejanzas en las movilizaciones laborales urbanas durante la década posterior a la gran protesta que comenzó con el fin de la primera guerra mundial, hubo sorprendentes diferencias en las respuestas de la elite. En particular, veremos que el marco legal de las relaciones laborales recibió mucha más atención en Chile que en Argentina y Brasil. 
Otro cambio importante durante el período de 1900 a 1930 afectó al equilibrio entre los sectores rural y urbano de la sociedad. Se combinaron la importación del trabajo y la migración campesina para producir el crecimiento a gran escala de las ciudades. En 1900 Buenos Aires se había establecido como “el París de Sudamérica” y era una ciudad grande y cosmopolita con unos 750.000 habitantes. En total, casi un cuarto de la población argentina vivía en las ciudades con más de 20.000 habitantes al terminar el siglo; lo mismo ocurría en Cuba. Cerca del 20 por 100 de la población chilena residía en asentamientos similares, mientras que las cifras correspondientes a Brasil y México (el último con una población indígena sustancial) bajaban al 10 por 100. En Centroamérica las cifras también se hallaban por debajo del 10 por 100 y en Perú caía al 6 por 100. El hecho generalizado es que la expansión de las economías de exportación-importación ocasionó la urbanización de la sociedad latinoamericana. 
Sin embargo, debido al origen nacional o étnico, las clases trabajadoras no consiguieron mucho poder político a comienzos del siglo XX. Los inmigrantes de Argentina y Brasil no tenían derecho a votar si no habían conseguido la naturalización, por lo que los políticos podían permitirse no tenerlos en cuenta. En México, los trabajadores de origen campesino tenían pocas posibilidades de influir en la dictadura de Porfirio Díaz. Y en Cuba, por supuesto, la historia de la esclavitud había dejado su doloroso legado. 
Esto significó, al menos a breve plazo, que las elites latinoamericanas, mientras promovían la expansión orientada a la exportación, pudieran contar con una fuerza laboral que respondía sin que existiera una amenaza efectiva de participación política (aunque las huelgas habían resultado preocupantes). Desde entonces hasta los años veinte o treinta a algunos les pareció contar con lo mejor de ambos mundos. 
Y, como resultado, las elites de varios países permitieron una reforma política que posibilitó a los miembros y representantes de los sectores medios acercarse al poder. La idea era conseguir la lealtad de los sectores medios para fortalecer de este modo la estructura de control y poder de la elite. Por consiguiente, el inicio del siglo XX fue un período de reforma política en algunos de los países mayores: en Argentina, una ley electoral de 1912 abrió el sufragio a grandes sectores de población y permitió al partido de la clase media, el denominado Partido Radical, conseguir la presidencia en 1916. En Chile, los cambios comenzaron en realidad a partir de 1890 y supusieron la imposición del gobierno parlamentario sobre el sistema presidencialista anterior. En Brasil, la caída de la monarquía en 1889 inauguró un período de política electoral limitada. Cuba, tras conseguir la independencia de España en 1898 (y, como muchos dirían, cederla después a Estados Unidos), siguió siendo una caso especial. E incluso para México, donde estalló una revolución a gran escala en 1910, es válida la generalización: el objetivo original del movimiento revolucionario no era transformar la sociedad mexicana, sino solamente conseguir el acceso al sistema político de los segmentos excluidos de la clase media. 
Los movimiento reformistas produjeron a menudo una “democracia cooptada”, en la que la participación efectiva se extendía de la clase alta a la media y seguía excluyendo a la más baja. Tales transformaciones solían reflejar los intentos de las elites socioeconómicas gobernantes por cooptar a los sectores medios en apoyo del sistema, aunque a veces tuvieron consecuencias imprevistas, como en el caso de México, donde los acontecimientos trascendieron hasta ocasionar una revolución completa. Los objetivos de la mayoría fueron limitados. 
Un efecto colateral significativo fue la creación de una cuadro de políticos profesionales en varios países. Los partidos políticos crearon carreras para los hombres (las mujeres latinoamericanas ni siquiera tuvieron voto hasta 1929) que pudieran dedicar toda su vida adulta a conseguir el poder político. Muy a menudo solían representar los intereses de la aristocracia reinante, pero además formaban un grupo social separado e identificable. Como actores prominentes de la escena política civil, también se convirtieron en blancos del desdén y la ira del estamento militar. 
En la mayor parte de los países latinoamericanos, la fórmula reformista funcionó bastante bien, al menos para las elites. La demanda europea de materias primas durante la primera guerra mundial y varios años después condujo a una prosperidad continuada y sostenida. El modelo de crecimiento basado en la exportación-importación parecía ofrecer medios funcionales y provechosos para la integración de América Latina en el sistema global del capitalismo. Las adaptaciones políticas parecían asegurar la hegemonía a largo plazo de las elites nacionales. 
En realidad, pronto se descubrió que el liberalismo –tanto político como económico– tenía deficiencias. Su fracaso ilustra el fenómeno tan conocido en toda la América Latina contemporánea: el préstamo cultural desafortunado o “alineación”, según lo han descrito los nacionalistas de tiempos recientes. Al copiar las instituciones legales y las frases filosóficas del liberalismo clásico, los latinoamericanos descubrieron que su realidad no se prestaba a la simple aplicación del dogma. No supieron entender que, en su origen, el liberalismo europeo fue la ideología de una clase social en alza, cuyo poder económico emergente le proporcionó los medios para llevarla a la práctica. 
¿Significa esto algo más que América Latina carecía de una clase media importante? Sólo en parte. Resulta fundamental el hecho de que había seguido siendo una economía agraria cuyo sector exportador se correspondía, en la mayoría de los países, con un enorme sector de subsistencia. El liberalismo tuvo fortuna sólo porque, desde 1850, un pequeño pero creciente sector de la sociedad pensó que éste consideraba diferentes sus intereses de los propios de los sectores tradicionales. 
De forma específica, todos los profesionales –abogados, médicos, militares de carrera, funcionarios civiles y comerciantes– constituían un interés urbano. Absorbieron con rapidez las ideas liberales europeas sin conseguir el poder económico relativo de sus semejantes en Francia e Inglaterra. Así, aunque no hubieran considerado que sus intereses económicos eran antagónicos de los del sector agrario tradicional, se hubiera hallado en una posición débil. Pero a menudo no fue así. Sus vidas solían estar ligadas al sector agrario aunque vivieran en las ciudades. Los ingresos de sus clientes, usuarios y patronos dependían en gran medida de la agricultura comercial. A su vez, la prosperidad de esta agricultura dependía del comercio exterior. 
En este punto, el liberalismo económico ponía en un callejón sin salida a los liberales latinoamericanos. Como creían en sus principios abstractos y se daban buena cuenta de su patente debilidad frente a sus principales acreedores y socios de intercambio –Estados Unidos e Inglaterra–, no podían pensar en un camino que pasara por soluciones económicas no liberales. Además, lo último les habría resultado caro en sus personas a corto plazo. Por ejemplo, los aranceles proteccionistas para la industria sin duda habrían cargado a los consumidores urbanos con bienes más caros y de peor calidad. La protección también habría hecho peligrar los beneficios de los comerciantes dedicados a la exportación-importación, que eran un poderoso grupo de presión. Así pues, los liberales fueron renuentes a apoyar la industrialización, que por sí sola podría haber aumentado su número lo suficiente como para otorgarles el poder político, que quizá habría hecho posible la realización de los ideales políticos liberales. 
El liberalismo económico y el político se sesgaban de otro modo más. Las ideas no liberales en economía tales como los aranceles proteccionistas y los controles sobre las inversiones extranjeras a menudo se asociaban en la práctica con ideas políticas antiliberales. Así, la conexión se estableció con facilidad: la desviación de los principios económicos liberales significaba un gobierno autoritario, por lo que se la tenía en poco aprecio. 
Un argumento más utilizado contra los que abogaban por la heterodoxia económica (es decir, por medidas no liberales) era difícil de rebatir desde la política. Ante cualquier propuesta de apoyo gubernamental a la industria nacional, sus oponentes lanzaban la acusación, a menudo con buenos resultados, de que un pequeño grupo de inversores egoístas querían beneficiarse e expensas del público. Además, los empresarios locales casi siempre carecían de fondos y experiencia. Como en el resto del mundo en vías de desarrollo, se enfrentaban a la competencia formidable de los bienes importados desde las economías industrializadas. Sin protección ni subsidios tenían pocas esperanzas. 
A los liberales latinoamericanos también los debilitaba otra razón. Se trataba de su incertidumbre acerca de una premisa subyacente en el liberalismo: la fe en la racionalidad y el carácter emprendedor de los individuos del país. En Brasil, por ejemplo, los políticos se habían pasado años justificando la esclavitud sobre la base de que era un mal necesario para su economía tropical agraria. Sólo podían hacer ese trabajo los esclavos africanos. Ahora el argumento volvía para perseguir a los liberales. El legado de la esclavitud era una fuerza laboral que quedaba muy lejos del mundo racional concebido por Bentham y Mill. El acontecimiento que transformó esta atmósfera fue el derrumbamiento espectacular de la economía capitalista mundial en 1929 y 1930.

Fase 3. Industrialización en lugar de importación (1930-década de 1960)

La Gran Depresión tuvo en su inicio efectos catastróficos sobre las economías latinoamericanas. El precipitado declive de Europa y Estados Unidos redujo de improviso el mercado para sus exportaciones. La demanda internacional de café, azúcar, metales y carne pasó por una aguda reducción y no se pudieron hallar salidas alternativas para estos productos. Cayeron el precio unitario y el volumen de exportación, por lo que el valor total durante los años 1930-1934 fue un 48 por 100 más bajo que el de 1925-1929. Una vez más, los acontecimientos sucedidos en el centro industrializado del sistema mundial tuvo efectos decisivos (y limitadores) sobre América Latina y otras sociedades del Tercer Mundo. 
La depresión mundial que siguió causó una gran presión en los sistemas políticos de los países latinoamericanos, muchos de los cuales sufrieron golpes militares (o intentos de golpes). Más o menos en el año siguiente a la quiebra de la bolsa en Nueva York, los militares habían buscado el poder o lo habían tomado en Argentina, Brasil, Chile, Perú, Guatemala, El Salvador y Honduras. México soportaba su propia crisis constitucional y Cuba sucumbió a un golpe militar en 1933. Sería una exageración afirmar que los efectos económicos de la Depresión causaron estos resultados políticos, pero pusieron en duda la viabilidad del modelo de crecimiento basado en la exportación-importación, ayudaron a desacreditar a las elites políticas gobernantes e hicieron que las masas estuvieran más preparadas para aceptar regímenes militares. A partir de la década de 1930, el ejército reafirmó su papel tradicional como fuerza principal en la política latinoamericana. 
Los gobernantes de la región tenían dos opciones para responder a la crisis económica global. Una era forjar vínculos comerciales aún más estrechos con las naciones industrializadas para asegurarse compartir equitativamente el mercado sin que importase su tamaño y desajustes. Por ejemplo, Argentina tomó esta vía al luchar por preservar su acceso al mercado británico de carne. En 1933 firmó el Pacto Roca-Runciman, mediante el cual retendría cuotas aceptables del mercado inglés a cambio de garantizar la compra de bienes británicos y asegurar las ganancias de los negocios británicos en Argentina. De este modo, algunos países trataron de mantener el funcionamiento del modelo basado en la exportación-importación, a pesar de la reducción en la demanda ocasionada por la Depresión. 
Una vía alternativa, que no contradecía necesariamente a la primera, era embarcarse en la industrialización. Una de las metas de esta política, a menudo apoyada por el ejército, sería conseguir una mayor independencia económica. La idea era que, al levantar su propia industria, América Latina dependería menos de Europa y Estados Unidos en cuanto a artículos manufacturados. Para los militares esto significaba armas. Al producir bienes industriales, agrícolas y minerales, las economías latinoamericanas se integrarían más y se harían más autosuficientes. Y, como resultado, serían menos vulnerables a los choques causados por la depresión mundial. 
Un objetivo adicional era crear puestos de trabajo para las clases trabajadoras que habían seguido aumentando su tamaño e importancia desde comienzos del siglo XX. El proletariado latinoamericano se concentraba casi totalmente en las ciudades y seguía luchando por organizar y sostener movimientos sindicales. Y en contraste con la generación anterior, ahora trababa de ejercer poder como fuerza social. En algunos países como Chile, los movimientos sindicales se vieron relativamente libres de la participación arbitraria del gobierno. En otras partes, como en México y Brasil, los políticos reconocieron el trabajo como un recurso político potencial y tomaron parte directa en estimular (y controlar) las organizaciones laborales. Ya se percibiera como aliada o amenaza, la clase trabajadora urbana buscaba un empleo seguro y los dirigentes latinoamericanos vieron la industrialización como un medio de responder. 
Pero la forma más razonable de desarrollo industrial no era copiar simplemente los senderos trazados, por ejemplo, por la Inglaterra del siglo XIX. En su lugar, las economías latinoamericanas comenzaron a producir artículos manufacturados que antes importaban de Europa y Estados Unidos. De aquí proviene el nombre para este tipo de desarrollo: “sustitución de importaciones”. 
Desde finales de los años treinta hasta los sesenta, las políticas de este tipo tuvieron un éxito relativo, al menos en los países grandes. Argentina, Brasil y México pusieron en marcha importantes plantas industriales que ayudaron a generar crecimiento económico. Hubo limitaciones e impedimentos a esta forma de desarrollo (que se explican más adelante), pero el resultado inmediato fue generar impulso para las economías nacionales. 
Las consecuencias sociales de la industrialización fueron complejas. Un resultado, por supuesto, fue la formación de una clase capitalista empresarial o, de forma más específica, de una burguesía industrial. En Chile, los miembros de este grupo provinieron sobre todo de las familias de la elite latifundista. En México y Argentina comprendieron diferentes tipos sociales, por lo que representaron un reto potencial a la hegemonía de las elites gobernantes tradicionales. Pero permanece invariable el punto básico: la industrialización, aunque fuera de este tipo, creó nuevos grupos de poder en la sociedad latinoamericana. Su papel iba a ser muy debatido a medida que avanzaba el siglo. 
De una importancia particular fue el papel del Estado en la estimulación del crecimiento industrial basado en la sustitución de importaciones. En contraste con las políticas de laissez-faire de Inglaterra y Estados Unidos durante el siglo XIX, los gobiernos latinoamericanos promovieron de forma activa el crecimiento industrial. Lo hicieron de varios modos: erigiendo barreras arancelarias y elevando el precio de los bienes importados hasta el punto en que las compañías industriales nacionales pudieran competir con éxito en el mercado; creando demanda al favorecer a los productores locales en los contratos gubernamentales (por ejemplo, en compras para el ejército), y, lo más importante, estableciendo empresas estatales e invirtiendo directamente en compañías industriales. Mediante la protección y la participación, el Estado proporcionó el ímpetu decisivo para el crecimiento industrial de la región. 
A medida que progresaba la industria, las clases obreras también se hicieron más fuertes e importantes. Ya fueron autónomos o dirigidos por el gobierno, los movimientos sindicales crecieron con rapidez y el apoyo (o control) del trabajo se convirtió en algo crucial para la continuación de la expansión industrial. Se necesitaba que los obreros proporcionaran trabajo en condiciones que fueran rentables para sus patronos. El trabajo organizado emergía como un importante actor en la escena latinoamericana. 
La expresión política de estos cambios socioeconómicos tomó dos formas. Una fue seguir con la democracia de elección, mediante la cual los industriales y trabajadores obtenían acceso (por lo usual limitado) al poder a través de la contienda electoral o de otro tipo. Un ejemplo fue Chile, donde los partidos políticos se reorganizaron para representar los intereses de nuevos grupos y estratos de la sociedad. Los partidos pro trabajo y pro industriales entraron en el proceso electoral chileno y acabaron llevando a la trágica confrontación de los años setenta. Bajo este sistema, se los cooptó en la estructura gubernamental, y mientras duró este acuerdo, su participación prestó un valioso apoyo al régimen. 
La respuesta más común conllevó la creación de alianzas “populistas” multiclasistas. El surgimiento de una elite industrial y la vitalización de los movimientos obreros hicieron posible una nueva alianza pro industria que mezclaba los intereses de empresarios y trabajadores; en algunos casos, desafiando de forma directa el predominio secular de los intereses agrícolas y terratenientes. Cada una de estas alianzas la forjó un dirigente nacional que utilizó el poder estatal para su objetivo. De este modo, como veremos más adelante, Juan Perón construyó una coalición de clases populista y urbana en Argentina durante los años cuarenta; en Brasil, Getulio Vargas comenzó a hacer lo mismo a finales de los años treinta; y, en circunstancias algo más complicadas, Lázaro Cárdenas se inclinó por soluciones populistas para México durante este mismo período. 
La mayoría de los regímenes populistas tenían dos características clave. Por un lado, eran al menos semiautoritarios: solían representar coaliciones contra algún otro conjunto de intereses (como los de los terratenientes) a los que por definición se impedía la participación, lo que conllevaba cierto grado de exclusión y represión. Por otro lado, como el tiempo demostraría, representaban intereses de clases –trabajadores e industriales– destinadas al conflicto. Así pues, el mantenimiento de estos regímenes dependía en gran medida del poder personal y carisma de los dirigentes individuales (como Perón en Argentina y Vargas en Brasil). También significaba que, con un dirigente carismático o sin él, sería difícil sostenerlos en tiempos de adversidad económica.

Fase 4. Estancamiento del crecimiento basado en la sustitución de importaciones
(década de 1960-década de 1980)

Los años sesenta presagiaron una era de crisis para América Latina. La estrategia política que surgió de las políticas de industrialización posteriores a 1929 había comenzado a tropezar con serios problemas, tanto económicos como políticos. En el frente económico, surgieron en parte por la misma naturaleza del desarrollo basado en la industrialización para sustituir a la importación. 
En primer lugar, la estructura de esta industrialización era incompleta. Para producir géneros manufacturados, las empresas latinoamericanas tenían que contar con bienes de producción importados (como la maquinaria) de Europa, Estados Unidos y luego de Japón. Si no podían importarse, o eran demasiado caros, se ponían en peligro las empresas locales. Poco a poco los latinoamericanos se dieron cuenta de que el crecimiento basado en este tipo de industrialización no ponía fin a su dependencia de las naciones industrializadas. Sólo alteraba su forma. 
Esta dificultad inherente se agudizó por los términos desiguales del intercambio. Con el paso del tiempo, los precios de las principales exportaciones latinoamericanas (café, trigo, cobre) en el mercado mundial sufrieron un descenso sostenido de poder adquisitivo. Es decir, por la misma cantidad de exportaciones, los países latinoamericanos podían comprar cada vez menos cantidades de bienes de producción. Así pues, el crecimiento económico se enfrentaba a un atolladero. Y la respuesta no consistía en aumentar el volumen de sus exportaciones tradicionales, ya que esto solamente hacía caer el precio. 
En segundo lugar, la demanda interna de productos manufacturados era limitada. Las industrias tropezaban contra la falta de compradores, la menos a los precios y condiciones de crédito que ofrecían. Los brasileños sólo podían comprar unos cuantos frigoríficos (debido en particular a la distribución del ingreso tan desigual, que hacía que las masas populares ni siquiera pudieran considerar tales compras). Quizás podría haberse hecho frente a este problema de mercados limitados con la formación de asociaciones comerciales multinacionales o regionales o algo semejante a un mercado común latinoamericano; hubo esfuerzos en esta dirección, pero no se resolvió el tema. Las industrias de los países más grandes tendían a ser más competitivas que complementarias y tales rivalidades supusieron serios obstáculos políticos para la formación de asociaciones. Según pasó el tiempo, las empresas industriales de la región continuaron enfrentándose al problema de los mercados limitados. 
En tercer lugar, y muy relacionado, estaba el grado relativamente elevado de la tecnología presente en la industria latinoamericana. Esto significaba que sólo podía crear un número de puestos de trabajo limitado para los obreros. En otras palabras, el desarrollo industrial latinoamericano de este periodo había elegido la tecnología con uso de capital intensivo típica de las economías industriales avanzadas; en comparación con los modelos de crecimiento del siglo XIX, ocasionaba más inversiones en maquinaria y menos en trabajo manual. Las compañías lo consideraban necesario para sobrevivir en la competencia económica. Sin embargo, uno de sus resultados involuntarios fue poner un techo al tamaño del mercado interno de bienes de consumo, ya que eran relativamente pocos los asalariados que podían permitirse comprarlos. Un segundo resultado fue la imposibilidad de contrarrestar el creciente desempleo que, en los años sesenta, comenzó a plantearse como una seria amenaza al orden social establecido. 
A medida que aumentaba la presión, las elites gobernantes de varios países imponían regímenes más represivos, con frecuencia mediante golpes militares, como sucedió en Brasil (1964), Argentina (1966) y Chile (1973). En todos los casos, las decisiones más importantes las tomaron (o estuvieron sujetas al veto de) los altos cargos militares. En vista del estancamiento económico, los militares y las elites pensaron que debían estimular la inversión y, para lograrlo, razonaron, había que desmantelar, quizás incluso aplastar, el poder colectivo de la clase obrera. Cuanto más organizada estaba, más difícil resultó la tarea. 
Cada uno de estos gobiernos dominados por los militares asumió el poder de controlar las decisiones concernientes a los intereses obreros más vitales: salarios, condiciones laborales, beneficios complementarios y el derecho a organizarse. La clase obrera tuvo que resignarse a las medidas aprobadas por las burocracias de los gobiernos militares que establecieron la política laboral. Entre 1973 y 1979 prácticamente no hubo huelgas en Chile; lo mismo puede decirse para Brasil de 1968 a 1978. Los intentos de organizar huelgas en esos países durante los años mencionados invitaban a una dura represión, aunque se dio cierta relajación en Brasil a comienzos de 1978. Resultó difícil suprimir la fuerte tradición sindicalista argentina, pero allí también se obligó a los dirigentes obreros a mostrar gran prudencia. Los tres regímenes militares crearon el “imperativo económico” para tratar de las relaciones laborales. 
¿Por qué esta dureza contra la clase obrera? Considerados a corto plazo, los tres casos pueden explicarse por la necesidad de acometer políticas antiinflacionarias impopulares. Estos regímenes llegaron al poder cuando la inflación y la balanza de pagos deficitaria habían vuelto sus economías peligrosamente vulnerables. En los tres casos, casi se había agotado el crédito internacional, público o privado, del mundo capitalista. Se había requerido de los tres que pusieran en marcha programas de estabilización. Como ningún país no capitalista había logrado en los años recientes conseguir la estabilización económica sin provocar una caída de los salarios reales (por lo general muy grande) y como Argentina, Brasil y Chile tenían mucha experiencia en organizar la resistencia obrera ante los programas de estabilización, no era una sorpresa que estos regímenes militares quisieran controlar estrechamente a esta clase. 
Sin embargo, los tres casos de políticas antiobreras tenían causas más profundas. Estos gobiernos proclamaron ser “antipolíticos”. Culpaban del infortunio de sus países a la supuesta incompetencia, deshonestidad o traición de los políticos y se mostraron más agresivos hacia los políticos izquierdistas radicales y los líderes obreros. Se dejaron abiertos pocos canales de oposición política. Del mismo modo que Chile fue una vez el sistema más democrático, su régimen militar se convirtió en el más draconiano, al abolir todos los partidos políticos y quemar las listas electorales. Los generales repudiaron la competición política abierta y pluralista por la que el país se había hecho famoso. Chile iba a entrar en una era “libre” de política. 
El gobierno militar argentino tomó medidas severas en 1976: suspendió el Congreso y todos los partidos políticos, lo que significó un hiato en la competición política. Los guardianes militares de Brasil, aunque llegaron al poder en una atmósfera política menos radicalizada que los otros dos gobiernos, también se vieron impulsados en su segundo año (1965) a abolir los antiguos partidos políticos (reemplazarlos por dos nuevos sancionados por el gobierno). A una fase más represiva (aunque con menos muertes que en Argentina o Chile) iniciada en 1968, le siguió una “apertura” gradual a partir de 1978. 
Los regímenes que avanzaron por este camino acabaron conciéndose como estados “burocrático-autoritarios” y presentaron varias características comunes. Una fue el nombramiento para cargos públicos de gente con carreras altamente burocráticas: miembros del ejército, el funcionariado civil o corporaciones importantes. La segunda consistió en la exclusión política y económica de la clase trabajadora y el control de los sectores populares. La tercera fue la reducción o casi eliminación de la actividad política, en especial en las primeras fases del régimen: se definían los problemas como técnicos, no políticos, y se buscaban soluciones administrativas en lugar de llegar a acuerdos políticos negociados. 
Por último, los gobiernos burocráticos-autoritarios trataron de reavivar el crecimiento económico mediante la consolidación de vínculos con las fuerzas económicas internacionales, revisando una vez más, los términos de la dependencia del sistema mundial global. De forma específica, los dirigentes de estos regímenes forjaron con frecuencia alianzas con corporaciones multinacionales (vastas compañías internacionales como IBM, Phillips, Volkswagen). Para conseguir crédito y ganar tiempo, también necesitaban llegar a acuerdos con sus acreedores, como los bancos estadounidenses y europeos y los organismos de préstamo internacionales (como el Banco Mundial y el Banco de Desarrollo Interamericano). Este tipo de tareas se delegaron por lo común en los miembros más internacionales de la coalición original, con frecuencia jóvenes economistas preparados en instituciones estadounidenses, que solían identificarse con apodos irónicos, como los “Chicago boys” de Chile. 
México, como veremos en el capítulo 7, representa una situación diferente, ya que el Estado había adquirido un control efectivo sobre los sectores populares antes de la caída económica de los años sesenta, por lo que pudo hacer la transición del autoritarismo “populista” a una versión modificada del autoritarismo “burocrático” sin un brutal golpe militar. Ese control sobre los sectores populares se probó de nuevo durante la larga crisis económica que siguió a 1982. Centroamérica demuestra la volatilidad de las condiciones sociales donde el desarrollo económico se dio bajo la dictadura tradicional, sin dar lugar a una reforma creciente. Y Cuba, con su revolución social, ofrece un modelo más de transición y cambio.

Fase 5. Crisis, deuda y democracia
(década de 1980-década de 1990)

El crecimiento económico durante los años setenta dependió del préstamo externo. En 1973 y 1974 y de nuevo en 1978 y 1979, la acción concertada de los países exportadores de petróleo llevó a unos aumentos abruptos en el precio mundial del crudo. Como no podían gastar todos sus inesperados beneficios (conocidos técnicamente como “rentas”) en sus propios países, los potentados del Oriente Próximo hicieron depósitos masivos en bancos internacionales. Resultaba bastante lógico que estos bancos quisieran prestar este dinero a clientes faltos de capital pero merecedores de crédito, a unas tasas de interés provechosas. Los banqueros prominentes de Europa y Estados Unidos decidieron que los países latinoamericanos parecían buenos clientes potenciales, en especial si sus gobiernos se comprometían a mantener la ley y el orden. 
Así comenzó un ciclo frenético de préstamos. Entre 1970 y 1980, América Latina incrementó su deuda externa de 27.000 millones de dólares a 231.000 millones, con unos pagos anuales (intereses más amortizaciones) de 18.000 millones. En seguida aparecieron las complicaciones. Bajó el precio de las mercancías, subieron las tasas de interés real y los banqueros se mostraron reacios a seguir concediendo créditos. Los países de la región experimentaron crecientes dificultades para cumplir con sus obligaciones de la deuda y en agosto de 1982 México declaró su imposibilidad de pagar. El gobierno estadounidense reunió frenéticamente un paquete de rescate para ese país, pero sólo proporcionó un respira a breve plazo. Para cubrir los intereses únicamente, los principales deudores latinoamericanos –Argentina, Brasil y México– tenían que pagar por año el equivalente del 5 por 100 de su producto bruto interno (PBI). Atrapada en la disyuntiva de reducir sus ingresos por exportación y aumentar sus obligaciones de servicio de la deuda, América Latina se sumó en una crisis económica de una década. 
A lo largo de los años ochenta, las autoridades internacionales –el gobierno estadounidense, los banqueros privados y especialmente el Fondo Monetario Internacional (FMI)– impusieron estrictos términos a los deudores latinoamericanos. Si los gobiernos emprendían reformas económicas profundas, podían hacerse merecedores de la exoneración de sus cargas con la deuda. Estas reformas casi siempre incluían la apertura de las economías al mercado y la inversión exteriores, la reducción del papel del gobierno, el impulso a nuevos exportaciones y la toma de medidas contra la inflación. Este conjunto de ideas “neoliberales” requería “ajustes estructurales” en la política económica y significó casi el repudio total de las estrategias basadas en la industrialización en lugar de la importación antes tan alabadas. 
Casi sin elección, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos aceptaron las condiciones patrocinadas por el FMI, al menos formalmente. Los países más pequeños, como Chile y Bolivia, lograron llevarlas a la práctica. México hizo progresos importantes hacia finales de la década de 1980, como Argentina, Brasil y Perú a principios de los años noventa. Brasil, el mayor país de todos, resistiría las fórmulas del FMI hasta mediados de los noventa. 
En 1990, cuando se habían concedido más préstamos para cubrir el pago de los intereses, la deuda total latinoamericana subió a 417.500 millones de dólares. Desde 1982 hasta 1989, América Latina trasfirió más de 200.000 millones de dólares a las naciones industrializadas, equivalentes a varias veces el Plan Marshall. El producto interno bruto per cápita descendió en 1981, 1982, 1983, 1988 y 1989, y mostró un descenso acumulativo de casi el 10 por 100 de esa década. 
En este contexto de crisis económica, América Latina salió del autoritarismo, en muchos casos hacia la democracia. Las coaliciones que se hallaban tras los regímenes burocráticos-autoritarios resultaron ser relativamente frágiles. Los industriales locales se sintieron amenazados por las corporaciones multinacionales y el instinto militar de aniquilar toda oposición militante levantó protestas intelectuales, artistas y representantes del sector medio. Bajo el peso de la crisis de la deuda, también, algunos dirigentes militantes decidieron volver a los cuarteles y dejar que los civiles se hicieran cargo de lo que parecía ser “un problema insoluble”. 
También brotó presión desde abajo. Un hecho notable de la política latinoamericana durante los años ochenta fue el surgimiento de la participación civil, cuando los ciudadanos comunes comenzaron a insistir en sus derechos y pidieron cuentas a los gobiernos. En parte fue el resultado de la unión entre fuerzas de oposición producidas por la brutalidad de la represión militar. En segundo lugar, existió un compromiso creciente con el proceso electoral, al clamar el pueblo por elecciones libres y justas. Por último, como consecuencia de todos estos procesos, apareció un nuevo cuadro de presidentes civiles, de clase media y con una buena preparación. Esto se vio claramente en Brasil, Argentina y Chile. 
La mayoría de estos regímenes no fueron democracias completas. En muchos países, el ejército seguía manteniendo un poder considerable tras la escena y podía ejercer el veto sobre la política importante. Tras años de represión (incluida la eliminación física) a manos de dictadores militares, en la década de los noventa, la izquierda marxista estaba muy dividida, desmoralizada y desacreditada por el derrumbamiento del comunismo en la Europa del Este y la Unión Soviética, y en algunos países todavía se le negaba la participación efectiva en política. Los temas clave, como la reforma agraria, no tenían posibilidad de ser considerados con seriedad. Los derechos humanos sufrían violaciones constantes. Y muchas decisiones cruciales, en especial sobre la política económica, se tomaron en las altas esferas y de forma autoritaria. 
Hacia inicios de los años noventa, América Latina había comenzado por fin a cosechar los frutos de haber aceptado rigurosas políticas de reforma. Con exclusión de Brasil (que pospuso sus reformas hasta 1994), la inflación promedio en toda la región cayó del 130 por 100 en 1989 al 14 por 100 en 1994. Parcialmente en respuesta a ello, los inversores internacionales miraron favorablemente a América Latina. La entrada de fondos privados del extranjero –principalmente de Europa, Japón y Estados Unidos– aumentó de sólo 13.400 millones de dólares en 1990 a la importante suma de 57.000 millones de 1994. (En 1993 solamente, los inversores estadounidenses compraron más valores extranjeros en todo el mundo –cerca de 68.000 millones– que durante toda la década de los ochenta). Y como resultado, el crecimiento promedio en América Latina creció de apenas el 1,5 por 100 en 1985-1990 al respetable nivel del 3,5 por 100 a inicios de los años noventa. 
Los problemas no obstante persistieron. La mayoría de esta nueva inversión privada venía en la forma de inversiones de cartera (esto es, compras en bonos o acciones) antes que en inversiones “directas” (tales como plantas o fábricas). Las inversiones de cartera tienden a ser sumamente móviles y notablemente volátiles, y pueden dejar los países anfitriones casi instantáneamente. De ese modo cuando la Reserva Federal de Estados Unidos empezó a aumentar sus tipos de interés a comienzos de 1994, los inversores comenzaron a prever mejores ganancias en el mercado estadounidense. Esta expectativa llevó a una caída del 14 por 100 en la entrada de capital a América Latina en 1994. Y cuando México quebró en diciembre de 1994, los inversores extranjeros abandonaron los mercados en toda la región en lo que se llamó el “efecto tequila”. La conclusión es dolorosamente clara: pese a los esfuerzos impresionantes y a menudo valientes por la reforma económica, América Latina todavía era vulnerable a los caprichos del mercado financiero mundial. 
Había problemas estructurales también. Uno era la persistencia de la pobreza. Según los patrones internacionales, casi la mitad de la población de América Latina (46 por 100) es considerada “pobre” a comienzos de los años noventa. Un segundo problema de larga duración era la desigualdad. Desde que en los años cincuenta hubo datos accesibles sobre esta cuestión, América Latina ha exhibido la distribución de ingreso más desigual existente en el mundo –mayor que en África, el Sureste asiático y el Oriente Próximo– y esta situación estaba empeorando progresivamente. Hacia comienzos de los años noventa, el 10 por 100 más rico de las familias en América Latina recibía el 40 por 100 de la renta total; mientras que el 20 por 100 más pobre recibía menos del 4 por 100. De forma que la equidad social planteaba un desafío muy importante para la región.

Cuadro 2.1. Modelos de cambio en América Latina

Desarrollo económico
Cambio socialResultado político típico
Fase 1
(1880-1900)
Iniciación del crecimiento basado en la exportación-importaciónModernización de la elite, aparición del sector comercial y nuevos profesionalesDemocracia oligárquica o dictadura integradora
Fase 2
(1900-1930)
Expansión de la exportación-importaciónAparición de los estratos medios, comienzos del proletariadoDemocracia cooptada
Fase 3
(1930-principios de la década de 1960)
Industrialización en lugar de importaciónFormación de la elite empresarial, fortalecimiento de la clase trabajadoraPopulismo o democracia cooptada
Fase 4
(1960-principios de la década de 1980)
Estancamiento del crecimiento basado en la sustitución de importaciones; cierto crecimiento basado en la exportación en los años sesentaAgudización del conflicto, a menudo de clasesRégimen burocrático-autoritario
Fase 5
(principios de la década de 1980)
Escasez de divisas (acuciada por la deuda externa) conduce al estancamiento o recesiónAumento de la movilización de los grupos de clase medios y bajosDemocracia electoral incompleta (con veto militar)




Hacia mediados de los años noventa, América Latina presentaba un amplio espectro político (siempre al margen de la Cuba socialista). En un polo estaba lo que se podría llamar “autoritarismo electorales”, que tenía su forma más dura en Guatema; en el otro, la “democracia incompleta”; muchos casos se situaban entre ambos polos. Después de una larga lucha contra la tiranía, Chile recuperó otra vez su lugar, junto a Costa Rica, como el país más democrático de la región quizá –pese a la continuada autonomía de las fuerzas armadas. Mostrando un grado considerable de apertura política, Argentina y Brasil trasfirieron el poder presidencial mediante elecciones libres y limpias. Aunque, debido particularmente a las dictaduras militares, las instituciones políticas (especialmente la justicia y la burocracia, así como los ministerios e institutos gubernamentales) se hallaban muy debilitadas en estos y otros países. Perú afrontó quizá el vacío institucional más extremo en toda la región. A mediados de los años noventa, se planteó una pregunta clave: ¿Tendrían las frágiles democracias latinoamericanas la fuerza y la competencia para consolidar las reformas recientes y para combatir los problemas de la pobreza y la desigualdad? 
En resumen, la evolución de las sociedades principales de América Latina ha seguido un modelo en el que los desarrollos económico, social y político están vinculados. La adhesión a un modelo general ha variado de un país a otro, pero, con todo, resulta posible discernir las líneas generales de una experiencia histórica común desde finales del siglo XIX (El cuadro 2.1 presenta un resumen simplificado). Se debe recordar que este conjunto de modelos se deriva de la historia de las naciones mayores y con más desarrollo económico de América Latina. Algunas de las regiones menos desarrolladas, como Centroamérica y Paraguay, han pasado sólo por algunas de estas trasformaciones y su trayectoria se ha visto muy afectada por la oportunidad de su inicio. Del mismo modo que los factores globales han condicionado la experiencia histórica de los países mayores, condicionarán el futuro desarrollo de los países menos avanzados. En otras palabras, no hay garantías de que la historia de Argentina o Brasil anuncie el futuro de Honduras y Paraguay, como tampoco de que el conocimiento de la historia estadounidense del siglo XIX nos permita predecir la evolución de Chile o México.

Notas:
[*] Thomas Skidmore y Peter Smith, "Las transformaciones en la América Latina contemporánea (década de 1880-década de 1990)". en Historia contemporánea de América Latina, Crítica, 1996.
[1] Por esta razón, cada uno de los casos de estudio presentados en los capítulos siguientes contienen una sección general sobre “el crecimiento económico y el cambio social”, con la excepción de México, donde la revolución de 1910 ejerció un impacto político tan fuerte sobre la historia del país, que nos obligó a utilizar un formato diferente.

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